Se trata éste de un asunto complejo donde existen posiciones encontradas, desde el “en mi casa tecnología cero”, hasta el “él sabe usarlo mejor que yo y controla”, con algunas posiciones intermedias que se van aproximando, a veces en días alternos, a un extremo u otro. La realidad es que no sabemos qué efectos tendrá la tecnología en el futuro desarrollo de nuestros hijos, pero lo que está claro es que ha venido para quedarse.
Nosotros, como padres, además, que no explosión tecnológica en nuestra infancia, debemos ser los garantes de que estas tecnologías tengan presencia en la vida de nuestros hijos en su justa medida, porque, si negamos a nuestros hijos la experiencia de su uso, probablemente, favoreceremos una cierta “incompetencia digital” que es posible que no sea buena para su futuro. Y entonces, ¿cuál es esa justa medida?.
Desde nuestro punto de vista, el punto en el que se usan estas tecnologías digitales para obtener conocimientos y capacidades que hoy día son mucho más accesibles: para estudiar, para aprender idiomas, para leer, programar, consultar, y, por supuesto, jugar, pero, siempre, con experiencias de corta duración y como “premio” a un esfuerzo realizado porque, recordemos, debemos enseñar a nuestros hijos que las cosas se “ganan” y que requieren “esfuerzo”.
Hay un apunte importante en este asunto de los juegos, y es que muchas veces nos dejamos llevar por la presión social, y a veces esa presión puede estar equivocada o muy equivocada. Pongamos un ejemplo: chico que lleva jugando a un juego que consiste en matar personas desde los 10 años, un juego recomendado a partir de 17 años. Obviamente, tras dos años jugando horas a este juego, este chico acabó manifestando una sintomatología compleja; el problema es que los padres eran conocedores de lo poco adecuado de este juego, pero sin embargo, lo permitieron porque “todos sus amigos de clase lo usaban”, y no querían que él fuera distinto. Si aceptamos la presión social en este sentido, deberemos ser consecuentes con los resultados obtenidos, porque, obviamente, no saldrá bien y nuestro hijo, como este chico, acabará sufriendo, y no creo que el hecho de que el resto de compañeros de clase que han seguido esta misma estela manifiesten también síntomas nos vaya a consolar. Debemos recordar cuál es nuestra responsabilidad como padres, qué es enseñar a vivir y a tomar buenas decisiones y, sobre todo, aceptar las consecuencias de éstas; debemos, por tanto, posicionarnos, y si eso implica que nuestro hijo sea “distinto” también así le estaremos enseñando a diferenciarse, lo que tampoco es malo.